

Aquí expongo el lugar desde el que pienso y escribo. No se trata de un territorio y ni siquiera de un mapa, sino que es una brújula. Una puerta de entrada a este lugar de pensamiento.
El Papel del Pensador en la Actualidad
El mito de que estamos todos en el mismo barco y La necesidad de entender la diferencia entre presencia de agua y el recipiente que la contiene.
Todo empezó con una pregunta, aunque no sepamos bien cuál ha sido. Desde el primer filosofo hasta el último niño en edad de 3 a 5 años, podemos encontrar el germen ingenuo de nuestra búsqueda como gesto en el motor de sus porqués y para qués. La comunicación y el encuentro con “las cosas” siempre ha sido objeto de indagación y, por eso, los inicios de nuestro pensamiento crítico están marcados por el cuestionamiento sobre el poder que tiene el lenguaje en describir la realidad y, en definitiva, que era la realidad en sí misma.
A finales de la modernidad nos damos cuenta de que ese mecanismo lingüístico, que a principio se mostraba como posibilidad de contacto, ha terminado por mantenernos en un estado de contención, que más que protección o posibilidad, ofreció encierro. Igualmente, hemos seguido preguntándonos y tengo para mí que lo que nos ha incitado a hacerlo fue la curiosidad o la sospecha y no la necesidad de libertad o conocimiento.
Eso se debe a que el lenguaje nació antes de la capacidad reflexiva sobre él. Lo hemos conocido primero como piel, como casa, como una prótesis tecnológica cuya funcionalidad nos habilitó a coordinarnos, cuidarnos, expandirnos y, sobre todo, sobrevivir. La precisión y el entendimiento vinieron muchísimo después, cuando empezamos a pensar sobre el lenguaje, con él y no a través de él. Desde entonces, a lo largo de la historia del pensamiento contemporáneo, cada pensador aportó, de una manera u otra, una vía para liberar el lenguaje de su status de realidad a posibilidad de comprensión de esta.
Siendo así, la condición del lenguaje como herramienta de pensamiento aparece ya en una etapa tardía de nuestra historia social y, por tal razón, utilizarle desde este lugar exige un larguísimo camino de (des)aprendizaje intelectual debido a que toda herramienta requiere un proceso de entendimiento de su uso y, además, exige años de práctica para el desarrollo de una maestría al hacerlo.
Esa característica por si sola ya es contundentemente significativa para abrir una brecha. Sin embargo, cabe resaltar que el tema es más complejo, ya que no solo está la capacidad de uso de la herramienta sino del entendimiento y conocimiento sobre propia construcción de esta puesto que eso exige no solo un dominio sobre su uso sino un conocimiento profundo de sus engranajes. En otras palabras: no solo que no todos poseen la misma capacidad de uso del lenguaje, aunque que tengamos conocimientos lingüísticos aparentemente semejantes y/o compartamos capacidades equitativas a nivel de lengua, sino que, además, muchos no poseen la habilidad de entender qué es el lenguaje en si mismo.
A raíz de ello, la noción de qué estamos todos en el mismo barco es una falacia. Por un lado, es importante resaltar que no es lo mismo enfrentarse al mar en un navío transatlántico que en un Kaiak; en un yate que en una tabla; con el uso de un flotador que a nado limpio. Por otro lado, más significativo aún, es necesario hacer hincapié que la idea misma de mar es engañosa: lo que nos une no es ni siquiera la necesidad de un medio de navegación sino la presencia de agua.
La dificultad de entender este hecho no permite, muchas veces, la consciencia de que, si el agua es lo obligatorio, navegar en sí mismo es opcional. Es cierto que es difícil percibir el tránsito por el agua desde la superficie como una elección ya que es la acción mayoritaria por excelencia. Además, aparte de que la navegación sea solamente una vía no es la única, está un gran desconocido de la colectividad: el buceo.
Un discurso o una obra textual como un ensayo, una tesis, un libro, un manga o una película presentan niveles narrativos, de estructura del relato, de análisis metalingüístico y de análisis estructural. Siendo así, desde el lenguaje uno puede tanto navegarles, es decir, habitar la superficie del relato y su estructura narrativa, así como bucear por sus profundidades.
Bucear no es una tarea sencilla y de fácil acceso general puesto que exige no solo años de práctica y experiencia sino también equipamiento y capacidad de aguantar el vértigo de descenso por las profundidades del medio hídrico en el cual uno bucea. Asimismo, cabe mencionar que, en el gesto mismo de bucear, además de la experiencia del buceador, se juegan otros factores de igual importancia: el tamaño de la bombona y la capacidad de oxígeno que esta alberga y la profundidad misma del campo hídrico en cuestión debido a que no presentan la misma hondura una piscina infantil que una piscina olímpica, un lago que un estanque, el mar que el océano.
La figura del pensador contemporáneo no es la del navegante sino la del buceador ya que su tarea no reside en ampliar la capacidad de análisis de los relatos sino de revelar sus estructuras. Su acción no es simbólica sino ética puesto que su descenso a los niveles del discurso se hace para hacer emerger y no para consolidar. Dicho de otra forma, el buceo no es una búsqueda de tesoros sino de “cosas”. La acción reside en en el gesto mismo del descenso y no en su utilidad para la navegación.
Por eso, un pensador no puede ser un pirata sino que debe ser un profesional del buceo. Esa diferencia no es moral sino ontológica. El status de valor de las cosas no es de su incumbencia, pero garantizar que el producto de su descenso conserve el valor de realidad si es su responsabilidad.
Cuando ocupa este lugar, el pensador puede producir estructuras de pensamiento reales que, además de que puedan ser útiles no solo para leer y dialogar verdaderamente su contexto, más allá de los intereses ideológicos y económicos de su época, también pueden servir como lugar para que otros puedan iniciar su camino hasta la construcción de un pensamiento propio.
En definitiva, la figura del pensador no es encontrar respuestas pero permitir que existan las preguntas.
El Papel del Pensador
Todo empezó con una pregunta, aunque no sepamos bien cuál ha sido. Desde el primer filosofo hasta el último niño en edad de 3 a 5 años, podemos encontrar el gesto ingenuo de nuestra búsqueda en el motor de sus porqués y para qués. La comunicación y el encuentro con “las cosas” siempre ha sido objeto de indagación y, por eso, los inicios de nuestro pensamiento crítico están marcados por el cuestionamiento sobre el poder que tiene el lenguaje en describir la realidad y, en definitiva, que era la realidad en sí misma.
A finales de la modernidad nos damos cuenta de que ese mecanismo lingüístico, que a principio se mostraba como posibilidad de contacto, ha terminado por mantenernos en un estado de contención, que más que protección o posibilidad, ofreció encierro. Igualmente, hemos seguido preguntándonos y tengo para mí que lo que nos ha incitado a hacerlo fue la curiosidad o la sospecha y no la necesidad de libertad o conocimiento.
Ese se debe al que lenguaje nació antes de la capacidad reflexiva sobre él. Lo hemos conocido primero como piel, como casa, como una prótesis tecnológica cuya funcionalidad nos habilitó a coordinarnos, cuidarnos, expandirnos y, sobre todo, sobrevivir. La precisión y el entendimiento vinieron mucho después, cuando empezamos a pensar sobre el lenguaje, con él y no a través de él. Desde entonces, a lo largo de la historia del pensamiento contemporáneo, cada pensador aportó, de una manera u otra, una vía para liberar el lenguaje de su status de realidad a posibilidad de comprensión de esta.
Siendo así, la condición del lenguaje como herramienta de pensamiento aparece ya en una etapa tardía de nuestra historia social y, por tal razón, utilizarle desde este lugar exige un larguísimo camino de (des)aprendizaje intelectual debido a que toda herramienta requiere un proceso de entendimiento de su uso y, además, exige años de práctica para el desarrollo de una maestría al hacerlo.
Esa característica por si sola ya es contundentemente significativa para abrir una brecha. Sin embargo, cabe resaltar que el tema es más complejo aún, ya que no solo está la capacidad de uso de la herramienta sino del entendimiento y conocimiento sobre propia construcción de esta puesto que eso exige no solo un dominio sobre su uso sino un conocimiento profundo de sus engranajes. En otras palabras: no solo que no todos poseen la misma capacidad de uso del lenguaje, aunque que tengamos conocimientos lingüísticos aparentemente semejantes y/o compartamos capacidades equitativas a nivel de lengua, sino que, además, muchos no poseen la habilidad de entender que es el lenguaje en si mismo.
A raíz de ello, la noción de qué estamos todos en el mismo barco es una falacia. Por un lado, es importante resaltar que no es lo mismo enfrentarse al mar en un navío transatlántico que en un Kaiak; en un yate que en una tabla; con el uso de un flotador que a nado limpio. Por otro lado, más significativo aún, es hacer hincapié que la idea misma de mar es engañosa: lo que nos une no es ni siquiera la necesidad de un medio de navegación sino la presencia de agua.
La dificultad de entender este hecho no permite, muchas veces, ser consciente de que, si el agua es lo obligatorio, navegar en sí mismo es opcional. Es cierto que, muchas veces, es difícil percibir el tránsito por el agua desde la superficie como una elección ya que es la acción mayoritaria por excelencia. Además, aparte de que la navegación sea solamente una vía no es la única, está un gran desconocido de la colectividad: el buceo.
Un discurso o una obra textual como un ensayo, una tesis, un libro, un manga o una película presentan niveles narrativos, de estructura del relato, de análisis metalingüístico y de análisis estructural. Siendo así, desde el lenguaje uno puede tanto navegarles, es decir, habitar la superficie del relato y su estructura narrativa, así como bucear por sus profundidades.
Bucear no es una tarea sencilla y de fácil acceso general puesto que exige no solo años de práctica y experiencia sino también equipamiento y capacidad de aguantar el vértigo de descenso por las profundidades del medio hídrico en el cual uno bucea. Asimismo, cabe mencionar que, en el gesto mismo de bucear, además de la experiencia del buceador, se juegan otros factores de igual importancia: el tamaño de la bombona y la capacidad de oxígeno que esta alberga y la profundidad misma del campo hídrico en cuestión debido a que no presentan la misma hondura una piscina infantil que una piscina olímpica, un lago que un estanque, el mar que el océano.
La figura del pensador contemporáneo no es la del navegante sino la del buceador ya que su tarea no reside en ampliar la capacidad de análisis de los relatos sino de revelar sus estructuras. Su acción no es simbólica sino ética puesto que su descenso a los niveles del discurso se hace para hacer emerger y no para consolidar. Dicho de otra forma, el buceo no es una búsqueda de tesoros sino de “cosas”. La acción reside en en el gesto mismo del descenso y no en su utilidad para la navegación.
Por eso, un pensador real no puede ser un pirata sino que debe ser un profesional del buceo. Esa diferencia no es moral sino ontológica. El status de valor de las cosas no es de su incumbencia, pero garantizar que el producto de su descenso conserve el valor de realidad si es su responsabilidad.
Cuando ocupa este lugar, el pensador puede producir estructuras de pensamiento reales que, además de que puedan ser útiles no solo para leer y dialogar verdaderamente su contexto, más allá de los intereses ideológicos y económicos de su época, también pueden servir como lugar para que otros puedan iniciar su camino hasta la construcción de un pensamiento propio.