El verdadero impacto de las IAs: de la banalización cognitiva a la consolidación de la mediocracia


La inteligencia artificial se ha convertido en el emblema de una época que se presenta a sí misma como revolucionaria. Sus defensores afirman que estamos ante un salto histórico comparable a la imprenta o la electricidad. Sin embargo, esta exaltación oculta una dinámica menos gloriosa: la banalización del pensamiento y la consolidación de un régimen tecnofeudal. El verdadero impacto de la IA no es técnico, sino cultural y existencial: transforma nuestra manera de pensar, degrada los estándares cognitivos y redefine las relaciones de poder en clave de sumisión.
La IA no es simplemente una herramienta, sino un dispositivo pedagógico que enseña a aceptar la mediocridad como normalidad y la servidumbre como progreso. Esta pedagogía de la sumisión prepara el terreno para un nuevo orden tecnofeudal, en el que las élites concentran poder y las mayorías renuncian a su autonomía intelectual en una orden de trabajo. Ya no hablamos de una explotación económica o de fuerza de trabajo sino vital.
El entusiasmo en torno a la IA ha sido cuidadosamente construido. Se la presenta como “revolucionaria”, “creativa”, “inevitable”. Este relato cumple una función ideológica: legitimar despidos, precarización existencial y concentración de riqueza bajo la máscara de la innovación. Evgeny Morozov, en To Save Everything, Click Here (2013), ha mostrado cómo el solucionismo tecnológico convierte problemas sociales en pretextos para imponer soluciones corporativas. En el caso de la IA, el hype transforma decisiones económicas en un destino ineludible.
La estafa no es solo económica, sino psicológica. El usuario es persuadido de que necesita la IA para ser productivo, cuando en realidad es la IA la que depende de sus datos. La ilusión de inevitabilidad tecnológica disciplina a la población y reduce su capacidad de resistencia.
A su vez, la banalización cognitiva se manifiesta en la aceptación acrítica de respuestas mediocres como si fueran adecuadas. Un texto genérico, un informe superficial o un diagnóstico apresurado se celebran como resultado técnico porque provienen de un sistema automatizado.
Byung-Chul Han ha explicado en Infocracia (2022) que el poder digital se ejerce no mediante represión, sino a través de la seducción de la facilidad. El usuario no siente que obedece: cree que se beneficia. Bernard Stiegler ya advertía del riesgo de externalizar el pensamiento. Hoy, esa externalización se convierte en un entrenamiento en mediocridad. El sujeto aprende a aceptar como suficiente lo que en un momento pasado habría considerado inaceptable.
Shoshana Zuboff describió el capitalismo de la vigilancia como la extracción masiva de datos para moldear conductas, pero la IA va más allá: captura no solo datos, sino también la forma de pensar y crear. En este nuevo orden tecnofeudalismo, el sistema en el que las grandes plataformas concentran la infraestructura digital, las empresas extraen rentas de todo lo que circula en ella y convierten al usuario en siervo cognitivo y cliente obligatorio. A diferencia del capitalismo industrial, que explotaba trabajo remunerado, el tecnofeudalismo explota trabajo cognitivo gratuito y lo revende como producto. Este círculo vicioso configura una servidumbre voluntaria con apariencia de modernidad cuya escapatoria es inexistente.
El deterioro cognitivo que produce esta dinámica no distingue entre pobres y ricos, obreros y directivos. Hablar de Marxismo en 2025 es un absurdo nostálgico. Aquí no hay clases, todos se habitúan a delegar pensamiento en un simulacro tecnológico. Profesionales de élite usan IA para informes, diagnósticos o decisiones, aceptando como estándar la mediocridad estadística. La erosión del pensamiento crítico atraviesa todas las capas sociales y amenaza la autonomía existencial de la especie en su conjunto.
La banalización cognitiva, por tanto, no es un problema de desigualdad salarial, sino de empobrecimiento espiritual. Lo que se pone en juego es la capacidad de argumentar, dudar y crear. Una humanidad entrenada en la superficialidad se vuelve más dócil y fácil de gobernar en todos sus estratos.
La banalización cognitiva tiene efectos profundos:
Empobrecimiento cultural: proliferan contenidos superficiales y homogéneos.
Fragilidad democrática: una ciudadanía habituada a aceptar respuestas prefabricadas pierde capacidad deliberativa.
Concentración de poder: las élites que controlan la infraestructura digital acumulan riqueza y dominación simbólica.
Hannah Arendt habló de la banalidad del mal como obediencia acrítica. Hoy podríamos hablar de banalidad cognitiva: la aceptación de lo trivial como normalidad. La democracia, sin pensamiento crítico, se convierte en ritual vacío.
La inteligencia artificial no es un destino inevitable, sino un dispositivo ideológico que moldea subjetividades y relaciones de poder. La banalización cognitiva y el tecnofeudalismo son dos caras de la misma pedagogía de la sumisión: aceptar mediocridad como progreso y servidumbre como modernidad.
La resistencia pasa por recuperar espacios de pensamiento riguroso, prácticas colectivas de deliberación y una ética de la autonomía. No se trata de rechazar la técnica, sino de desactivar el fetichismo que la rodea. Si no lo hacemos, el futuro no será de emancipación, sino de servidumbre cognitiva generalizada.