La banalización del Pensamiento Crítico en la Contemporaneidad


imagen de la pelicula Idiocracy 2006
Desde el primordio de la civilización, el poder se ha concentrado en las manos de minorías organizadas frente a mayorías dispersas. La historia de los imperios y de los Estados modernos confirma esta lógica: gobiernan pocos, obedecen muchos.
Lo novedoso de nuestro tiempo no es esa estructura, sino el mecanismo con el cual se perpetúa. Si en el pasado las elites controlaban a través de la ignorancia o de la censura, hoy se gobierna mediante la saturación. Como ya anticipó Guy Debord en La sociedad del espectáculo, la imagen y la representación no ocultan la realidad: terminan por ser la realidad.
El desarrollo de internet y de las redes sociales ha generado una esfera pública sin precedentes. En teoría, cualquiera puede emitir un mensaje y alcanzar a millones. En la práctica, como observa Byung-Chul Han en Infocracia, el exceso de información produce desorientación y, paradójicamente, vulnerabilidad.
La avalancha de datos no genera ciudadanos más críticos, sino consumidores que confunden cantidad con verdad y popularidad con autoridad, lo que termina por diluir cualquier capacidad crítica en un océano de likes y algoritmos.
De este caldo de cultivo surgen lo que suelo llamar tecnocuñados: voces que opinan con la seguridad del experto, pero sin la formación que respalde sus afirmaciones. Sus discursos, sostenidos por la lógica de la viralidad, construyen percepciones colectivas y alienadas pero que configuran la realidad no por su verdad intrínseca sino por repetición y eco social.
Hace ya un par de décadas que Zygmunt Bauman nos advirtió con lucidez sobre este fenómeno. Según él vivimos en una modernidad líquida, donde las certezas se disuelven y las opiniones momentáneas sustituyen al pensamiento sólido independientemente de su validez o profundidad.
La paradoja es más que evidente: nunca la humanidad tuvo tanto acceso a la información, y, a su vez, nunca reflexionó tan poco. Cualquier individuo promedio que ha terminado la secundaria tuvo contacto con más libros que la totalidad de volúmenes contenidos en la biblioteca de Alejandría.
Aun así, el ciudadano contemporáneo, bombardeado por titulares, memes y vídeos, pierde la capacidad de jerarquizar lo importante. Lo urgente desplaza a lo relevante, lo inmediato sustituye a lo esencial. Es como lo señalado por Noam Chomsky en múltiples ocasiones: la saturación informativa es, en sí misma, una forma de manipulación, pues impide distinguir lo estructural de lo accesorio.
Esos efectos se observan en los debates más candentes. La inteligencia artificial, por ejemplo, suele presentarse como amenaza al empleo o como un prodigio futurista que rivaliza con el ser humano. Sin embargo, casi nunca se discute lo esencial: quién controla su desarrollo, cómo se regula, quién asume los errores o cuáles son los límites éticos de su aplicación.
Algo similar ocurre con la geopolítica: los medios hablan de conflictos armados, pero rara vez reconocen que las guerras contemporáneas se libran en los dominios de la información, las finanzas y la tecnología. Pocos logran percibir que el tablero ya cambió. El discurso de las redes sobre el tema nos sigue atrapando a los relatos de feria, como si aún estuviéramos esperando que empezara.
La banalización del debate público no es casual puesto que beneficia al poder. Mantener al ciudadano ocupado con polémicas superficiales asegura que no se planteen preguntas incómodas sobre las estructuras de control. Las elites no necesitan actuar con violencia ya que el poder no se ejecuta más con represión. Por esa razón la distracción actual no es un accidente: es la estrategia más eficaz de gobierno. Roma tuvo sus circos; nuestra época tiene sus feeds infinitos.
Lo más inquietante, sin embargo, no es la proliferación del ruido, sino la ausencia de la razón. Aquellos que aún conservan capacidad crítica se ven relegados al margen. No es que hayan desaparecido, sino que sus voces se ahogan en un océano de banalidad amplificada. La esfera pública se ha transformado en un mercado de opiniones donde triunfa quien tiene mas seguidores y no quien tiene mejores argumentos.
Habermas la soñó como un espacio de discusión racional pero lo que tenemos hoy es un mercadillo de opiniones baratas, donde vence el que grita más fuerte, no el que piensa mejor. Y así es justo cómo la estupidez triunfa: no porque falten pensadores, sino que esos susurran sus ideas mientras los mercadores gritan sus verdades construidas e impostadas.
El desafío, entonces, no se limita a denunciar la mediocridad generalizada, sino a rescatar lo esencial. La salida no está en callar, sino en romper el ruido. Eso implica reconstruir espacios de pensamiento riguroso, reintroducir la ética en la conversación sobre la tecnología, devolver centralidad a las preguntas incómodas.
Se trata de responsabilizarse y construir criterio personal puesto que solo así podremos transformar el ruido en conocimiento y la dispersión en claridad: enfrentando con lucidez y autonomía los retos de nuestra era. Como advertía Hannah Arendt “pensar es peligroso, pero no pensar lo es aún más”.
imagen de la pelicula Idiocracy 2006
Desde el primordio de la civilización, el poder se ha concentrado en las manos de minorías organizadas frente a mayorías dispersas. La historia de los imperios y de los Estados modernos confirma esta lógica: gobiernan pocos, obedecen muchos.
Lo novedoso de nuestro tiempo no es esa estructura, sino el mecanismo con el cual se perpetúa. Si en el pasado las elites controlaban a través de la ignorancia o de la censura, hoy se gobierna mediante la saturación. Como ya anticipó Guy Debord en La sociedad del espectáculo, la imagen y la representación no ocultan la realidad: terminan por ser la realidad.
El desarrollo de internet y de las redes sociales ha generado una esfera pública sin precedentes. En teoría, cualquiera puede emitir un mensaje y alcanzar a millones. En la práctica, como observa Byung-Chul Han en Infocracia, el exceso de información produce desorientación y, paradójicamente, vulnerabilidad.
La avalancha de datos no genera ciudadanos más críticos, sino consumidores que confunden cantidad con verdad y popularidad con autoridad, lo que termina por diluir cualquier capacidad crítica en un océano de likes y algoritmos.
De este caldo de cultivo surgen lo que suelo llamar tecnocuñados: voces que opinan con la seguridad del experto, pero sin la formación que respalde sus afirmaciones. Sus discursos, sostenidos por la lógica de la viralidad, construyen percepciones colectivas y alienadas pero que configuran la realidad no por su verdad intrínseca sino por repetición y eco social.
Hace ya un par de décadas que Zygmunt Bauman nos advirtió con lucidez sobre este fenómeno. Según él vivimos en una modernidad líquida, donde las certezas se disuelven y las opiniones momentáneas sustituyen al pensamiento sólido independientemente de su validez o profundidad.
La paradoja es más que evidente: nunca la humanidad tuvo tanto acceso a la información, y, a su vez, nunca reflexionó tan poco. Cualquier individuo promedio que ha terminado la secundaria tuvo contacto con más libros que la totalidad de volúmenes contenidos en la biblioteca de Alejandría.
Aun así, el ciudadano contemporáneo, bombardeado por titulares, memes y vídeos, pierde la capacidad de jerarquizar lo importante. Lo urgente desplaza a lo relevante, lo inmediato sustituye a lo esencial. Es como lo señalado por Noam Chomsky en múltiples ocasiones: la saturación informativa es, en sí misma, una forma de manipulación, pues impide distinguir lo estructural de lo accesorio.
Esos efectos se observan en los debates más candentes. La inteligencia artificial, por ejemplo, suele presentarse como amenaza al empleo o como un prodigio futurista que rivaliza con el ser humano. Sin embargo, casi nunca se discute lo esencial: quién controla su desarrollo, cómo se regula, quién asume los errores o cuáles son los límites éticos de su aplicación.
Algo similar ocurre con la geopolítica: los medios hablan de conflictos armados, pero rara vez reconocen que las guerras contemporáneas se libran en los dominios de la información, las finanzas y la tecnología. Pocos logran percibir que el tablero ya cambió. El discurso de las redes sobre el tema nos sigue atrapando a los relatos de feria, como si aún estuviéramos esperando que empezara.
La banalización del debate público no es casual puesto que beneficia al poder. Mantener al ciudadano ocupado con polémicas superficiales asegura que no se planteen preguntas incómodas sobre las estructuras de control. Las elites no necesitan actuar con violencia ya que el poder no se ejecuta más con represión. Por esa razón la distracción actual no es un accidente: es la estrategia más eficaz de gobierno. Roma tuvo sus circos; nuestra época tiene sus feeds infinitos.
Lo más inquietante, sin embargo, no es la proliferación del ruido, sino la ausencia de la razón. Aquellos que aún conservan capacidad crítica se ven relegados al margen. No es que hayan desaparecido, sino que sus voces se ahogan en un océano de banalidad amplificada. La esfera pública se ha transformado en un mercado de opiniones donde triunfa quien tiene mas seguidores y no quien tiene mejores argumentos.
Habermas la soñó como un espacio de discusión racional pero lo que tenemos hoy es un mercadillo de opiniones baratas, donde vence el que grita más fuerte, no el que piensa mejor. Y así es justo cómo la estupidez triunfa: no porque falten pensadores, sino que esos susurran sus ideas mientras los mercadores gritan sus verdades construidas e impostadas.
El desafío, entonces, no se limita a denunciar la mediocridad generalizada, sino a rescatar lo esencial. La salida no está en callar, sino en romper el ruido. Eso implica reconstruir espacios de pensamiento riguroso, reintroducir la ética en la conversación sobre la tecnología, devolver centralidad a las preguntas incómodas.
Se trata de responsabilizarse y construir criterio personal puesto que solo así podremos transformar el ruido en conocimiento y la dispersión en claridad: enfrentando con lucidez y autonomía los retos de nuestra era. Como advertía Hannah Arendt “pensar es peligroso, pero no pensar lo es aún más”.
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